Cuando los antiguos griegos supieron decantar la dicotomía entre civilización y barbarie, esto, por supuesto, a partir del cultivo de la vid y el rol divino que otorgaron a su jugo fermentado, el papel del vino ayudó a la expansión de la cultura mediterránea hacia el norte de Europa para luego, mucho más tarde, viajar al hoy llamado Nuevo Mundo. Así, ríos de vino ha despachado la humanidad, en el rito cotidiano del comer y calmar la sed, en festejos y celebraciones y, también, en ese par de copas en la barra de algún bar antes de recalar en el calor del hogar, para al día siguiente volver a la jornada.
Simposio significa en griego, literalmente, beber juntos. Libar y dialogar, o libar para dialogar. El banquete como rito, donde no solo se come, también se bebe, se piensa y siente.
Difícilmente el vino se disfrute en soledad, aunque estemos, querámoslo o no, inevitablemente solos. Eterno, pero al mismo tiempo efímero, nos ayuda a construir el compartir, la certeza del calor humano. Es un lubricante que ayuda al juego y al amor, a la inteligencia y a la pasión. La alegría y la embriaguez, frente a la ingratitud, el desengaño, la traición, la desesperación, siempre estará dentro de una botella de vino. Vino, bebida fantástica y metafísica, puede ser camino al paraíso. También al infierno.