Parte esencial de la tradición de toda una cultura enclavada de cara al Mediterráneo, y ahora una importante industria en el llamado Nuevo Mundo, el vino no es otra cosa que la vida misma para pueblos enteros.
Cientos de miles de gentes en todo el planeta bregan la tierra, de sol a sol y durante todo el año, para extraer de ellas los frutos de la vid.
Para muchos, el futuro del vino, lógicamente, era lo que hoy vivimos: más y mejores productos, altos niveles de tecnología, masificación, comercialización global, calidad a buen precio. Para otros, el vino tomó un rumbo equivocado: la estandarización de su gusto, la pérdida de la identidad y la expresión del origen, la homogeneización de estilos, etc.
El vino vive, hoy por hoy, y sobre todo en el contexto del consumidor que se inicia y rápidamente pasa a niveles de sofisticación importantes –si su bolsillo se lo permite, claro está-, su mejor momento. Los grandes vinos del mundo, expresión suprema del terroir y su cultura –etiquetas míticas como Margaux, Latour, Pétrus, Yquem, Romanée Conti, Haut-Brion, Lafite o Mouton en Francia; Vega Sicilia o Pingus en España; Solaia u Ornellaia en Italia; Clos Apalta o Almaviva en Chile, por solo nombrar algunos lugares comunes- seguirán imbatibles con respecto a su envidiado prestigio y belleza. Supremos sí, pero inalcanzables. Prácticamente inexistentes para la mayoría de los consumidores: estos portentos ¿quién los paga y quién los bebe? Por eso, el tema de la estandarización es tan discutible. Que competentes enólogos recorran el mundo asesorando bodegas –como Michel Rolland, flying winemaker vapuleado en el bucólico documental Mondovino (2004), escrito y dirigido por Jonathan Nossiter- ¿qué tiene de malo?
Su trabajo, justamente, no hace otra cosa que mejorar productos, hacerlos más atractivos y bebibles, más allá de la decencia que cualquier etiqueta debe mostrar, sobre todo, cuando hace posible que el consumidor “de a pie”, el que realmente mantiene la industria, tenga posibilidad de vinos mejor elaborados, pero a precios razonables. Dicho consumidor, inevitablemente y con el tiempo y luego de ganar en experiencia, sabrá hacerse una opinión sobre este estilo de vinos, marcados por la impronta técnica y el punto de vista gustativo de hombres como Rolland. Por otra parte, los pequeños productores y propietarios que cada país vitivinícola oculta misteriosamente en el laberinto de sus viñedos, seguirán haciendo su trabajo artesano y subterráneo de alquimistas, y si las “leyes del mercado” no los terminan fagocitando, estarán ahí, ojalá y por mucho tiempo, para quien los descubra, los pague y los disfrute.
Mientras tanto, el siglo XXI innova y democratiza, pero cada vez mejores productos. La tapa de rosca, el tapón sintético, el tetrapack –empaque que, como pocos, conserva y mantiene muy bien la frescura del líquido envasado-, y hasta los vinos en lata con capacidad para dos copas, lo hará cada vez un producto más popular, menos exclusivo, y eso está muy bien. ¿No es mejor eso que rendirse a la impronta tiránica y aburrida de las tristes, empalagosas, sosas e indigestas gaseosas?