Vivir el vino
Tal vez los mejores vinos del mundo –ese gran misterio, esa definición, difícil, casi imposible- sean aquellos cosechados desde la pasión y el delirio de hombres y mujeres que proyectan en sus etiquetas puntos de vista radicalmente personales.

Por muy modestos que sean, no importa. Cada viticultor busca un horizonte de excelencia y belleza en su vino, un matiz de complejidad, un cierto filo en el cuchillo de la acidez, una caída que le dé la certeza de que el suyo es, al menos, distinto.

Las peculiaridades de suelo y clima, eso que se ha dado en llamar terroir, importa sí y bastante. Pero a la hora de la vendimia en el momento justo, de “cocinar” el vino en la cuba de fermentación, de macerar más o menos para extraer color y tanino, aromas y materia, el paladar del bodeguero o el enólogo busca algo, posiblemente ese sabor y ese aroma que lo conecte con lo que quiere o lo que sueña que será su mosto futuro, luego de embotellarlo, ya trocado en vino. Hay una conexión, sí: con un guijarro, un canto rodado, el esquisto, la grava o la arcilla del viñedo, que guardan el calor del día que abrigará el racimo en la noche fresca; con la primavera helada, la lluvia inesperada, el granizo implacable; con las tantas veces que se caminó una ladera, de abajo a arriba y de arriba abajo, para mimar las parras, para sentirlas crecer, para vigilar como madura el racimo, ese hijo que habrá que saber respetar y se quiere ver crecer.

Los mejores vinos, entonces, tendrían que narrar una historia, un delirio, una cierta angustia, una épica personal y solitaria, una búsqueda, incluso prejuicios, manías, una buena dosis de osadía. Los mejores vinos son una apuesta, una suerte de ruleta rusa. Son los que no tienen miedo a equivocarse.

Vivir el vino, sí. Pero sin poses ni amaneramientos, libre y auténticamente, desde esa soberanía tan cierta y prístina como es la subjetividad del paladar. Comenzando por el goce mismo, por ese tábano que pica y enferma de curiosidad y ganas de entender, porque se intuye que si se sabe un poco más, se goza y bebe mejor y se puede llegar a umbrales de placer insospechados. Nada más por eso. No para presumir, aunque a veces se caiga en la tentación. El vino es vida, es cultura, es sensibilidad. El vino llega a ser algo íntimo, el secreto compartido, el amor mismo. El vino es lo que tú quieras que sea.

Siempre el vino

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El vino es una magnífica metáfora. Tal vez la mejor. Todo lo abarca y todo lo contiene. Ha sido para el hombre su eterno compañero.

El vino hoy

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